Hasta los perros de la calle me reconocieron
-dijo mi abuelo cuando volvió de Villaguay
después de los años de ausencia.
En la vereda, la mitad del árbol de espumilla
que corresponde a su casa floreció,
pero la mitad del vecino siguió verde.
Una foto curiosa.
Las uvas de la parra se adelantaron
tres meses la temporada de maduración.
Que las plantas con su propio lenguaje
le habían dado la bienvenida
era algo -me dijo- que yo podía creer o no.
Antes de irse, dejó un listado
de recomendaciones a la abuela,
de qué hacer tras su partida ,
sólo que se fue ella mucho antes,
se estaba yendo hace rato
pero como toda señora era muy discreta,
hasta para morirse.
Camino por las calles bajas,
los jóvenes se codean ante la curiosidad
de saber quién soy. Una vieja
me intercepta en la diagonal de la plaza.
"¿Vos sos hija de Nori?"
"Sí" digo, me impone
una sonrisa
como de bingo, y sigue.
Es posible que esta ciudad también me reconozca?
Era muy chica cuando vine por última vez.
Me preguntan si soy
la nieta de mi abuelo y sonríen,
satisfechos, ante la afirmativa.
Quienes no emigran se quedan
vigilando las ramas genealógicas
de las demás familias.
Un hobby un tanto espeluznante.
Mi abuela, a lo largo de seis meses,
soñó con una escalera larga
que, cuando llegaba arriba,
no había nada.
Tres días antes de morir, Horacio,
su hermano muerto,
le tendía la mano y la ayudaba a subir.
Daiana Henderson (Argentina), en Un foquito en medio del campo.
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