I
Hace unos meses mi hijo de cuatro años me sorprendió. Estaba agachado, puliéndome los zapatos, cuando alzó su cabeza y dijo, “Mis traducciones de Palazzeschi van mal”.
Rápidamente, retiré el pie. “¿Tus traducciones? No sabía que podías traducir”.
“Pues no me estás prestando atención últimamente”, dijo. “La he pasado bastante mal decidiendo a qué quiero que suenen mis traducciones. Mientras más las miro, más dudo de cómo van a ser leídas y entendidas. Y dado que soy un poeta principiante, mientras más se parecen a mí, menos probabilidades tienen de ser buenas. Trabajo y trabajo, sin cansancio, cambiando esto o aquello, esperando que llegue algún milagro que las interprete en un inglés más allá de mi imaginación. Ha sido tan duro, papá”.
La imagen de mi hijo luchando sobre Palazzeschi trajo lágrimas a mis ojos. “Hijo”, dije, “encuentra a un poeta joven a quien traducir, alguien de tu edad, cuyos poemas no sean buenos. Entonces, si las traducciones son malas, no va a importar”.
"Translation", en The Continious Life: Poems, Mark Strand (Knopf, New York, 1990: 48)
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