lunes, octubre 09, 2006

"Revoloteando como un insecto"
Estás en una sala amplia llena de butacas. Uruguay, 1917. Las luces se apagan y en la pantalla una pareja danza sin colores ni música. Cine mudo, piensas. De repente, un joven que parece tener entre quince y diecisiete años camina por el corredor de la sala azorado (que es como decir que las baldosas rebotaban al compás de sus zapatos) hasta llegar a un pequeño piano de madera recostado de la pared junto al telón en el que se reflejaba la imagen claroscura. Imagina ahora que estás en Montevideo. Parace ser el mismo joven. Ahora tiene 10 años más y espera detrás de una columna decimonónica de teatro neoclásico a que empiece la función, su función, en la que hará el papel de concertista, su papel, uno de sus papeles. Imagina ahora, y quizá ya esto te lo imaginaste desde un principio, que ese joven se llama Felisberto Hernández. Imagina que escribió el cuento "Úrsula", alguna vez en Francia.

Felisberto Hernández fue un concertista, un pianista, un nómada, un viajero y el dueño efímero de una librería llamada “El burrito blanco”[1]. Fue el esposo de María Isabel, de Amalia, de María Luisa y de Reina, en épocas diferentes. Vivió en Montevideo, en Buenos Aires y en París. Toco en muchos cafés y tomó muchos cafés. Dicen que tuvo poco éxito y pocos amigos, que en París nunca salió del hotel Rue Rollin. Felisberto Hernández no conoció en persona a Cortázar, pero Cortázar admiró a Felisberto y le dedico el texto “ Carta en mano propia”, que trata sobre el desencuentro: “En fin, Felisberto ¿vos te das cuenta, te das realmente cuenta de que estuvimos tan cerca, que a tan pocos días de diferencia yo hubiera estado ahí y te hubiera escuchado” (Ayacucho, xi). Esto le escribe Cortázar a Felisberto posmortem, pero en presente porque para el autor de “Nadie encendía las lámparas” (1947), “Las Hortensias” (1949) y “Tierras de la memoria” (1965), entre otros, los recuerdos son unos niños majaderos que quieren abrir la alacena de los dulces a la hora de la cena, que es como decir la historia. Italo Calvino, Onetti, Carlos Fuentes, Saer, Angel Rama, todos los admiraron, todos pensaron que no se parecía a nadie.

“Úrsula” fue publicado en el cuaderno núm. 51 de Enciclopedia Uruguaya, en octubre de 1969. Felisberto murió el 13 de enero del 64. “Úrsula” y “La mujer parecida a mí” me recuerdan en algo a “El asno de oro” de Apuleyo (Por favor, que alguien haga un estudio sobre los paquidermos en Felisberto). Dícese en ese tomo cuasi mítico de la bien ponderada editorial Ayacucho que Felisberto escribió “Úrsula” , posiblemente en el 1946 becado por el gobierno de Francia, tras zarpar del navío Formose, que alguna vez estuvo anclado en el puerto de Montevideo, en octubre. En noviembre pasó una temporada en Bois, en donde dice la fábula que surgió “Úrsula”, inspirado posiblemente en alguna de las vacas varadas en medio del rodaje de los trenes, que tenía algo diagonalmente similar a la esposa del panadero, probablemente las ubres.

“Úrsula era callada como una vaca”, dice Felisberto y la palabra clave para entender no tan solo este cuento sino mucha de su obra es un adverbio de modo: “como”. El mundo de Felisberto, la galaxia, quiero decir, es en realidad el paraíso de las símiles. Eres como una vaca, o pareces una vaca son cláusulas muy distintas a eres una vaca, en la cual la imagen ya está transformada. Mas aún, “Úrsula era callada como una vaca” no es como decir “Ana era callada como una vaca” o “Úrsula era callada como una silla”. Úrsula es, en definitiva, el nombre idóneo para una mujer que parece una vaca. El mundo de Felisberto (nótese que éste es uno de esos autores a los que se les llama por el nombre y no el apellido, y hasta en eso no se parece a nadie, uno de los pocos, como Macedonio), el mundo de Felisberto es ése en el que todo parece otra cosa, en el que nada es lo que parece ser, y en el que esa nada resulta siempre ser una sorpresa, una agudeza mental, una mirada diagonal de la realidad. Felisberto escribe como pinta Holbeins sus anamorfosis, es decir, escribe para mirar desde otro sitio, para detenerse en los fragmentos, como cuando dice: “los ojos se movían debajo de los párpados como personas dormidas bajo las cobijas” (122). Qué manera tan hermosa de decir que los párpados son a los ojos lo que las cobijas a las personas. En los cuentos de Felisberto, el juego, la caricatura, los resquicios, las fugas son la aguja que entreteje la trama. Son sucesos, como dijo Verani, “inexplicablemente dislocados” (63).

La realidad es una canción rota que hay que decir en pedacitos, parafraseando a un poeta isleño[2]. Me parece particularmente sorpresiva, inesperada –embadurnada en el extrañamiento de los formalistas rusos- la manera en la que Felisberto altera los espacios, es decir, los cuerpos en los espacios, como si hubiese una distancia inquebrantable entre ambos, no como si fuera un cuerpo en un espacio sino como lo contrario: “Su cuerpo parecía haberse desarrollado como los alrededores de un pueblo por los cuales ella no se interesaba” (122). La idea de un cuerpo que no les pertenece a los espacios, de un cuerpo que no se pertenece es uno de los conceptos recurrentes en la obra de Felisberto. En las notas al “Diario del sinvergüenza”, Felisberto escribe:
Una noche el autor de este trabajo descubre que su cuerpo, al cual llama “el
sinvergüenza” no es de él; que su cabeza, a quien llama “ella”, lleva, además,
una vida aparte: casi siempre llena de pensamientos ajenos y suele entenderse
con el sinvergüenza y con cualquiera. (Notas para el Diario del sinvergüenza,
246)

Una cosa quiero señalar, no nos parece que Úrsula estuviera tan desinteresada por los espacios que la rodean como él nos dice. Úrsula, con su boca carnosa, sus alrededores desplegados, su lengua de vaca, que es como decir francesa, conocía bien a Felisberto. Siempre supo que él nos contaba cómo “la revoloteaba como un insecto” (132). Piensa en una vaca en el campo sacándose las moscas con el rabo, ahora piensa que Felisberto es a Úrsula lo que las moscas, a las vacas. Puras agudezas de proporción, nos dirían los barrocos. Úrsula es mi cómplice, tú cómplice, si descubres que cuando se va del cuarto de Felisberto tú te vas con ella.

Hernández, Felisberto. Obras completas, vol. 3. Siglo Veintiuno Editores, Argentina, 1983. --------Novelas y cuentos. Ayacucho, Caracas, 1985.
Camarillo, Glenis. " Lo grotesco en el cuento 'Ursula' de Felisberto Hernández". Revista de literatura hispanoamericana, 48:2004
Ferré, Rosario. El acomodador: una lectura fantástica de Felsiberto Hernández. Tierra Firme. Fondo de Cultura Económica, México, 1986.
Gómez Mango, Lídice (editor). Felisberto Hernández, notas críticas. Cuadernos de literatura, Fundación Universitaria, 16. Paysandú, 1970.
Paolini, Claudio. “Felisberto Hernández:escritor maldito o poeta de la paz”.
http://www.ucm.es/info/especulo/numero23/paolini.html

Verani, Hugo. “Felisberto Hernández: la inquietante extrañeza de lo cotidiano”. Cuadernos Americanos, vol 14, 1989: 56-76
[1] Ferré, Rosario. El acomodador:una lectura fantástica de Felisberto. Fondo de Cultura Económica, 1986. [2] “Hay una canción, pero está rota- y es inútil decirla en pedacitos”. José María Lima, La sílaba en la piel. Editorial Qease, Río Piedras, 1982.

domingo, octubre 08, 2006




POEMAS EN CATALáN
sèrieAlfa
Joan Navarro, editor
[ Panamericana.]

Poetes americanes nascudes a partir de 1976
arte: amber, de zak smith

lunes, octubre 02, 2006

Souvenirs: editoriales argentinas (Primera parte)
En Buenos Aires, conseguí muchos libros (obvio) increíbles. La mayoría de éstos, no costosos sino lo contrario. La calidad de las ediciones óptima. Dos son las editoriales que me interesa promocionar para futuros viajeros y ciudadanos del Cono Sur. Sus nombres son: Ediciones Deldiego y Ediciones Vox. Aquí algunos fragmentos y poemas sueltos a manera de guía turística para lectores.

Ediciones Deldiego- Son libritos del tamaño de una mano abierta. Pueden incluir poesía o prosa poética, con portadas de colores, todas distintas. Al final, cada colofón es diferente, lo que la da cualidades fetichistas a los ejemplares. Por ejemplo pueden terminar de este modo:


Imprimatur

Parafern…se comenzó a imprimir el día
24 de agosto de 2000.
Para esta ocasión Diego ofreció una libación,
Escanciándose Fernet genérico
Comprado en un Pantry a la madrugada.

Sic erat in fatis

En: Parafern de Francisco Garamona

Diego es el editor imaginario, que celebra con sus amigos cada publicación porque, según indica, esta colección es “para amigos antología general de la poesía joven argentina”. No sé ustedes (yo no se tú, blogosfera, puedo decir también), pero a mí me encantan esos detalles en los libros, qué les puedo decir.

Peras
De una inagotable lucidez. La lluvia era. Con señales de espinas. Sumergidas las latas en la tierra con un martilleo de piedritas. Leve, salpicaba, corría el agua: una membrana para la sed, o espejo, en que la miel se ha concentrado. Y esas marcas, cicatrices, dentelleos, que la nieve y la sangre destilan. Al fin. Todo tiende hacia el fin. Los bordes. Las orillas. En esa réplica, fluido artificial: faldas de algodón, charcos imantados, nubes de hielo y cromo. Los límites son un abismal cantelleo negro que avanza. Luces desde encajes plásticos. Velas desechas de barca. Momentáneos monstruos en los remolinos. Púas con su lumbre torcida.

José Villa, Cornucopia. Buenos Aires: Ediciones Deldiego, 2001.

JauríaTomo a mi hija
En brazos y corro por la playa
Parte de la jauría

Perseguido entre ladridos

Un perro pequeño
Se entierra en el barro

Dominó Carcajón. ParaisOcéano. Buenos Aires: Ediciones Deldiego, 1998.

Los actores no mueren
se van a los títeres
(fragmento)

Carne radioactiva es el baile final
y el diablo anda suelto por el desierto.
Simón, es tu cruz, allí donde trabajas.
Animales mal preñados se prenden de tu pelo,
perlas de confusión que flotan en el sexo.
¿Te acordás? Como voy yo. Como vos.
La ciudad cambió en este tiempo,
cachos de cebolla de los que trajinan
en el pie de una barraca de día,
tras los vidrios sucios de los anteojos.
En la casa de calma y en la de ruidos,
bajísimo ataúd, vientre alpino, a la altura
de la cabeza de los insectos.
En el desierto Simón, en tus palabras,
eres el albañil de un cuerpo desavenido
de su carne. Yo lo oigo de noche,
el diablo anda suelto, mucho peso
en esta carne de baile. Pero justo vos,
ahora en la casa, papafrita,
yo no te conozco, vade retro espejismo,
espectro. No tengo, paciencia, ni ciencia,
pereza y mentira, bigotes de leche cuaja,
para vos Simón en el desierto de tu nombre,
y en la cantinela de la cantinera,
y en el culo verde de las bestias:
La única palabra que entendí fue sequedad.

Francisco Garamona, Parafern. Buenos Aires: Ediciones Deldiego, 2000.
Mi madre es un pezMi madre nació de un huevo en el río
clavé a mi madre porque nació en el río.
Yo vine de ella. Mi hermano vino de un caballo,
mi madre lo parió cuando era yegua
y a mí cuando pez.

Nadie comió a mi madre cuando era huevo.
Yo la clavé para que no la comieran.

Mi otro hermano está loco y lejos.

Y ella
hermana de caballo, pez y loco,
se embarazó.
Su hijo es de algodón.

Mi padre murió sobre mi madre
pero le nació un caballo, un pez, algodón y un loco.

El otro cae
y se quiebra.
Es carpintero,
corta madera hasta dejarla como el cuerpo.



Melissa Bendersky, Nido de ballena. Buenos Aires: Ediciones Deldiego: 2001.
La memoria involuntaria
(análoga a la metáfora)

Los recuerdos en el amor no son una excepción de las leyes generales de la memoria, regidas a su vez por las leyes más generales del hábito. Dado que éste todo lo debilita, aquello que justamente nos evoca a un ser es justamente lo que habíamos olvidado (algo insignificante a lo que precisamente por eso dejamos toda su fuerza). Porque la mejor parte de nuestra memoria está fuera de nosotros, en una brisa húmeda, en el olor a cerrado de una estancia o en el aroma de un primer fuego, allí donde encontremos algo de nosotros mismos que desdeñó nuestra inteligencia por no verle el uso, la última reserva del pasado, la mejor, aquella que sabe hacernos llorar cuando nuestras lágrimas parecían haberse secado. ¿Fuera de nosotros? Mejor dicho en nosotros, pero sustraído a nuestra propia mirada, en un olvido más o menos prolongado. Sólo gracias a este olvido podemos de vez en cuando recuperar el ser que fuimos, situarnos frente a las cosas como lo estuvo él, sufrir de nuevo, porque ya no somos nosotros sino él, y él amaba eso que nos es ahora indiferente. A la luz de la memoria habitual, las imágenes del pasado palidecen poco a poco, se disipan, nada queda ya en ellas ni volveremos a encontrarlas. O más bien no volveremos a encontrarlas si no fuera porque algunas palabras quedan cuidadosamente guardadas en el olvido, lo mismo que se deposita en la Biblioteca un ejemplar de un libro que de no ser así sería inencontrable.

Marcel Proust, De la Imaginación y del deseo. María del Mar Duro,traductora. Barcelona: Ediciones Península, 2001: 104

domingo, octubre 01, 2006

Vuelta


El gato de Julio se llamaba Teodoro Adorno. No por ello leo hasta las dos de la mañana, bajo la luz de mi lamparita roja, como de diseño animado, un libro tan delicadamente pesimista como Minima Moralia. No por ello leía el miércoles por la tarde, junto a la ventana, velando el silencioso pastar de los venados, “El perseguidor”. Resulta que hasta ese día no había visto a los secuaces de Diana en los alrededores, tan cerca. Tres. Entonces, mi mirada era hacia los venados como un perseguidor hacia un pianista en tarima. Un pianista llamado Felisberto, tal vez.
Tras el espejo (fragmento)
El escritor se organiza en su texto como lo hace en su propia casa. Igual que con sus papeles, libros, lápices, carpetas que lleva de un cuarto a otro produciendo cierto desorden, de ese mismo modo se conduce a sus pensamientos. Para él vienen a ser como muebles en los que se acomoda, a gusto o a disgusto. Los acaricia con delicadeza, se sirve de ellos, los revuelve, los cambia de sitio, los deshace. Quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia. Y en él inevitablemente produce, como en su tiempo la familia, desechos y amontonamientos. Pero ya no dispone de desván y le es sobremanera difícil desprenderse de la escoria. De modo que al tener que estar quitándosela de delante corre el riesgo de acabar llenando sus páginas de ella. La obligación de resistir a la compasión de sí mismo incluye la exigencia técnica de hacer frente con extrema alerta al relajamiento de la tensión intelectual y de eliminar todo cuanto tiende a fijarse como una costra en el trabajo, todo cuanto discurre en el vacío y todo lo que quizá en un estadio anterior se desarrollaba, creándola, en la cálida atmósfera de una charla, pero que ahora queda atrás como algo mustio e insípido. Al final el escritor no podrá ya ni habitar en sus escritos.


Theodor Adorno, Minima Moralia: reflexiones desde la vida dañada.
Joaquín Chamoro Mielke, traductor. Madrid: Taurus, 1987: 85-86