(análoga a la metáfora)
Los recuerdos en el amor no son una excepción de las leyes generales de la memoria, regidas a su vez por las leyes más generales del hábito. Dado que éste todo lo debilita, aquello que justamente nos evoca a un ser es justamente lo que habíamos olvidado (algo insignificante a lo que precisamente por eso dejamos toda su fuerza). Porque la mejor parte de nuestra memoria está fuera de nosotros, en una brisa húmeda, en el olor a cerrado de una estancia o en el aroma de un primer fuego, allí donde encontremos algo de nosotros mismos que desdeñó nuestra inteligencia por no verle el uso, la última reserva del pasado, la mejor, aquella que sabe hacernos llorar cuando nuestras lágrimas parecían haberse secado. ¿Fuera de nosotros? Mejor dicho en nosotros, pero sustraído a nuestra propia mirada, en un olvido más o menos prolongado. Sólo gracias a este olvido podemos de vez en cuando recuperar el ser que fuimos, situarnos frente a las cosas como lo estuvo él, sufrir de nuevo, porque ya no somos nosotros sino él, y él amaba eso que nos es ahora indiferente. A la luz de la memoria habitual, las imágenes del pasado palidecen poco a poco, se disipan, nada queda ya en ellas ni volveremos a encontrarlas. O más bien no volveremos a encontrarlas si no fuera porque algunas palabras quedan cuidadosamente guardadas en el olvido, lo mismo que se deposita en la Biblioteca un ejemplar de un libro que de no ser así sería inencontrable.
Los recuerdos en el amor no son una excepción de las leyes generales de la memoria, regidas a su vez por las leyes más generales del hábito. Dado que éste todo lo debilita, aquello que justamente nos evoca a un ser es justamente lo que habíamos olvidado (algo insignificante a lo que precisamente por eso dejamos toda su fuerza). Porque la mejor parte de nuestra memoria está fuera de nosotros, en una brisa húmeda, en el olor a cerrado de una estancia o en el aroma de un primer fuego, allí donde encontremos algo de nosotros mismos que desdeñó nuestra inteligencia por no verle el uso, la última reserva del pasado, la mejor, aquella que sabe hacernos llorar cuando nuestras lágrimas parecían haberse secado. ¿Fuera de nosotros? Mejor dicho en nosotros, pero sustraído a nuestra propia mirada, en un olvido más o menos prolongado. Sólo gracias a este olvido podemos de vez en cuando recuperar el ser que fuimos, situarnos frente a las cosas como lo estuvo él, sufrir de nuevo, porque ya no somos nosotros sino él, y él amaba eso que nos es ahora indiferente. A la luz de la memoria habitual, las imágenes del pasado palidecen poco a poco, se disipan, nada queda ya en ellas ni volveremos a encontrarlas. O más bien no volveremos a encontrarlas si no fuera porque algunas palabras quedan cuidadosamente guardadas en el olvido, lo mismo que se deposita en la Biblioteca un ejemplar de un libro que de no ser así sería inencontrable.
Marcel Proust, De la Imaginación y del deseo. María del Mar Duro,traductora. Barcelona: Ediciones Península, 2001: 104
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