Cuando aquel niño de ocho años entró a la biblioteca a
buscar libros de origami para revelar los secretos del
adivino, supe que debía aprender a leer los labios. No dije
nada. En su lugar, le ofrecí un libro para dibujar dragones y
otros animales fantásticos. Aceptó. Aliviada, levanté el
auricular del teléfono más cercano e hice una cita con el
audiólogo. Tanta poesía de golpe puede ser letal para los
oídos.
Cindy Jiménez Viera (Puerto Rico)
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