viernes, junio 26, 2009

Tres textos de Ivelisse Fonseca

El departamento de un escritor

Los largos segundos que tarda el ascensor en llegar al piso 20 constituyen un momento en sí mismo, digo, con las condiciones de producción necesarias para instalarse en la memoria como un momento constitutivo de la experiencia. Estar a punto de llegar a la casa de un escritor, en el piso 5, el 6, guarda una relación ascendente con las preguntas que se van generando mientras estamos más y más arriba. Voy a eliminar desde este punto el plural y la tercera persona. Soy yo quien subo el ascensor y me dirigo a la casa del escritor. Tipo de preguntas que se generan en mi mente: en función de qué visito al escritor en su propio departamento. Pero cada vez estoy más cerca y lo inmediato no es intentar darle respuesta a ese tipo de pregunta inabordable, sino arreglarme un poco frente a los espejos que dimensionan todos los ángulos de mis características físicas.

Me puse una pollera re cortita para verlo. Se va a morir cuando me vea. El es escritor y vive de eso. Yo trabajo de camarera en un restaurante en Palermo, pero además soy estudiante, solo que no me gano la vida como estudiante. Mi trabajo consiste de servir mesas y buscar noche a noche las estrategias para relacionarme verbalmente con analfabetas, por un lado, y aspirantes a camareros profesionales, por el otro. También, a veces intento no relacionarme en absoluto con nadie sin que esto produzca un ambiente de roces intolerable. Cuento un poco para que tengan una idea de qué se trata mi presente ya que de pronto me arrancan las ganas de que esto sea como una conversación de tú a tú. En el restaurante, las veces que hago doble turno, tenemos que estar listos a las 11am. Muchas veces se me olvida planchar mi camisa, se me olvida lavarla también. Cuando eso sucede voy corriendo al sótano donde está toda la mercadería para planchar un poco mi camisa blanca de botones con look de oficinista boba de los 90’. En el sótano hay una plancha disponible para los empleados que viven la mayor parte de su tiempo en el restaurante, por eso de los dobles turnos y de un sólo franco semanal. Yo, en comparación con los demás empleados, trabajo poco, gasto poco y me quejo muchísimo siempre. A veces la encargada nos castiga. Luego de terminado nuestro turno, por alguna molestia sintomática de su mal desarrollado carácter, nos castiga impidiendo que salgamos del lugar hasta que a ella se le pase el mal humor. He intentado abordar mediante el diálogo el tema de las medidas impositivas que rigen el funcionamiento estructural del restaurante, pero ante mis demandas y mi posicionamiento como sujeto pensante ella, la pibita de 23 años con cargo de encargada, la culicagada esa, me mira con cara de culo y me dice que si me quiero ir que me vaya. El, sin embargo, es escritor y vive de eso.

Cuando voy camino a su casa, cada vez más cerca de que me reciba en la puerta de su departamento en Puerto Madero, me asaltan una cantidad de preguntas anti afectivas hacia mi, que dejo circulando porque hago otras cosas en esos momentos como tocarme las piernas para sentirlas suaves y acomodarme el pelo para verme bonita. Dan ganas de comerlo a besos, de quedarme encerrada, no en el ascensor sino en su departamento, contra los azulejos de la pared del baño, sujetada por sus manos en mi cintura. De niña comencé escribiendo poesías patrióticas, de amor, de sexo y de muerte, lo usual. Ahora prefiero exclusivamente el sexo y la muerte.

Instalada en ese intersticio que sube hacia el piso 20 me arreglo un poco, sólo para evitar encontrarlo a él con la cara que traigo del mundo de afuera. Anoche, Leo, un compañero del trabajo, ayudante de cocina o algo así, me preguntó si estaba cansada, porque al terminar el turno me senté en el escalón del baño de mujeres con la frente pegada a las rodillas y las manos bordeando la cabeza. Yo, por contestarle algo le dije que sí, que sí estaba cansada. Lo que no le dije es que estaba cansada de trabajar en esa mierda de restaurante, haciendo ese tipo de tareas inútiles, llevando a cabo una existencia indefinida. Leo me recriminó que estuviera cansada y me dijo que él conocía a alguien que me podía dar un trabajo de oficinista. Pensé espetarle en el cuello la cuchillita del abridor de vino, pero no lo hice.

Hay veces que me dan ganas de quedarme a escuchar lo que hablan en alguna mesa. Los sábados al mediodía vienen siempre un grupo de cinco viejos nacidos , criados y esperando la muerte con alegría y con toda la plata en el barrio de Palermo. Se chupan cuatro y cinco botellas de vino en la tarde, casi una por cabeza, se comen un sabroso guiso y cada uno plantea al resto su reflexión política sobre la situación actual del país. Son viejos muy amables que han atravezado gran parte de la historia argentina de crisis y dictaduras del siglo XX y lo que va del XXI con la satisfacción en las manos de haber sido bien atendidos en los restaurantes frecuentados. El más viejo de todos, cada vez que va, me pide un imán para la heladera donde sale bien bonito impreso el nombre del lugar con el teléfono, para dárselo a alguien de su extendida familia. Yo le sonrío muy amablemente y le digo que se lo alcanzo ya, por no decirle: viejo, no prefiere que le meta todos los imanes por el orto de una vez?

Pero aparte de viejos solos y en grupo y viejas con viejos el restaurante se llena de familias con papá, mamá, hijo uno, hijo dos, hijo tres, y a veces se juntan dos familias en una. Me produce mucha ansiedad esta última escena, la de las dos familias que se juntan para comer y compartir un rato en el restaurante. Yo siempre veo cosas extrañas como que papá de la familia del grupo dos, por ejemplo, está rescostado contra la pared, aburridísimo toda la tarde, sin darle pelota en lo absoluto a la mamá que le corresponde a ese mismo grupo pero mirando de reojo a mamá del primer grupo, que es notablemente un encanto y unos años más joven. Mientras, papá del primer grupo me mira a mí sin disimulo y yo, al sentirme un poco aturdida por la situación, agarro y le hago gracia a los chicos pero ellos me devuelven un gesto hostil aprendido mediante prácticas de enseñanza intra familiares y me dan ganas de mandar a los pibitos a la concha de su madre pero mamá del grupo dos me está mirando.

Una vez leí un texto titulado Los Empleados, donde el autor se metía etnográficamente en ese mundo oscuro de los empleados de oficina y de la ciudad de principios del siglo XX, produciendo un análisis ejemplar sobre las características de esta nueva categoría de trabajadores, en base a teorías sobre los modos de cosificación de la conciencia. Creo que al autor le preocupaba saber cómo esta masa de gente le daba sentido a sus vidas. A mí se me quedó en la cabeza una imagen descrita en este libro, que el autor introduce como efecto de una comparación entre las formas de trabajo en las oficinas y de las fábricas en el periodo de desarrollo industrial, que cuenta que, ante la falta de estímulo sobre la actividad del pensamiento en los espacios de trabajo constituidos bajo la lógica del sistema de producción capitalista, los empleados varones empleaban su energía mental en una serie de cosas insignificantes que no recuerdo, y las mujeres, por su parte, soñaban con sus príncipes de las novelas rosas, mientras la máquina corría incesante. A mí me pasa algo parecido, mientras sirvo un vino o fagino los cubiertos, pienso en lo que hicimos con el escritor la última vez que nos vimos y en lo que quiero que hagamos la próxima vez que visite su departamento.

No sé por qué le dicen Grillo

No sé por qué le dicen Grillo, capaz que cuando chico se la pasaba saltando y tenía otra idea del futuro, allá lejos, contento, en los tiempos de su infancia en Santiago, con campo y familia. Ahora está en la bacha, siempre está ahí, fregando ollas, platos, vasijas, cualquier cosa. Hay un hueco que separa el salón de la cocina, ahí está Grillo, su silueta de costado, moviendo sólo las manos o sólo los dedos, parece lento, parece que inclusive no hace nada, que es mera presencia, pero lo mantiene todo al día. Por ese hueco nos sacan los platos con la comida lista, caliente, sabrosa y nosotros le devolvemos los platos por ahí mismo a Grillo cuando ya están consumidos y sucios; el mínimo pedazo de torta de chocolate, las últimas tres gotas de la gaseosa, las migas de pan, las ganas de vomitar se las dejamos a Grillo y encima también le tiramos tapitas, papeles, corchos, pelos. Todo muere ahí entre sus manos, con su silencio. Pobre Grillo, que hay que intentar saludarlo un poco más de tres veces para que responda, para que suba la cabeza hasta la mitad y uno se encuentre con sus ojos y no sepa qué hacer . Como siempre está en la bacha parece que la cabeza se le quedó colgando de frente al desague , ya no mira hacia adelante, como la gente, es Grillo.


Si supiera dibujar, dibujaría. Es una catarata. Es un invierno largo, de años largos, de congelamientos continuos. Así como pasó cuando yo estaba despierta y él era todavía una idea hasta que lo toqué y lo toqué y volví a tocarlo y estaba ahí, ahí estaba pegadito a mi cuerpo, desde el pecho, su pecho y un frío invernal afuera. Siempre se caga uno de frío, o hace uno que al otro le pase eso de pasar frío aunque no sea la intención, pero pasa. 
La camisa primero, me quito casi siempre la camisa primero, cuando su voz me llama con la sensualidad que provoca, que produce, que encierra y que lleva por todas partes inscrita como una flor o como una idea que se aprovecha de los mejores momentos para explotarlos. Yo los momentos los guardé con delicadeza para no tener que preguntar a otro por algo que era tan mío y de más nadie, inclusive lo que vino después y todo lo vivido antes de antes, pero esa ocasión, en momentos como esos cuando es invadido el lugar más ausente, inclusive eso, imaginar que es capturado ese vuelo imaginario. 
Una casa grande, construida en madera, con árboles de naranja alrededor y montañitas, cerros, gallos, gallinas y pájaros, el cielo azul, dibujaría. Me metería debajo de la cama, ahí estás, esperándome, y llueve, nos besamos, y el lápiz sobre papel, sobre la cama, se moja y se destruye. Pero ese beso se prolonga, se intensifica, te trae hasta aquí, y me quito lento la falda, y te me quedas mirando desarmándome. Me entrego, vos, vos, vos. La música, los cueros, el paraíso. El gallo canta en la mañana y nos despierta, es primavera.

1 comentario:

  1. el maravilloso mundo de los camareros, yo aprendí en una mañana a ser madre y esposa e incluso ir a pilates antes de mi jornada, sé como se hace pero no se si seré capaz de llevarlo a la práctica...


    un beso Mara

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