Una vez leí un texto titulado Los Empleados, donde el autor se metía etnográficamente en ese mundo oscuro de los empleados de oficina y de la ciudad de principios del siglo XX, produciendo un análisis ejemplar sobre las características de esta nueva categoría de trabajadores, en base a teorías sobre los modos de cosificación de la conciencia. Creo que al autor le preocupaba saber cómo esta masa de gente le daba sentido a sus vidas. A mí se me quedó en la cabeza una imagen descrita en este libro, que el autor introduce como efecto de una comparación entre las formas de trabajo en las oficinas y de las fábricas en el periodo de desarrollo industrial, que cuenta que, ante la falta de estímulo sobre la actividad del pensamiento en los espacios de trabajo constituidos bajo la lógica del sistema de producción capitalista, los empleados varones empleaban su energía mental en una serie de cosas insignificantes que no recuerdo, y las mujeres, por su parte, soñaban con sus príncipes de las novelas rosas, mientras la máquina corría incesante. A mí me pasa algo parecido, mientras sirvo un vino o fagino los cubiertos, pienso en lo que hicimos con el escritor la última vez que nos vimos y en lo que quiero que hagamos la próxima vez que visite su departamento.
No sé por qué le dicen Grillo
No sé por qué le dicen Grillo, capaz que cuando chico se la pasaba saltando y tenía otra idea del futuro, allá lejos, contento, en los tiempos de su infancia en Santiago, con campo y familia. Ahora está en la bacha, siempre está ahí, fregando ollas, platos, vasijas, cualquier cosa. Hay un hueco que separa el salón de la cocina, ahí está Grillo, su silueta de costado, moviendo sólo las manos o sólo los dedos, parece lento, parece que inclusive no hace nada, que es mera presencia, pero lo mantiene todo al día. Por ese hueco nos sacan los platos con la comida lista, caliente, sabrosa y nosotros le devolvemos los platos por ahí mismo a Grillo cuando ya están consumidos y sucios; el mínimo pedazo de torta de chocolate, las últimas tres gotas de la gaseosa, las migas de pan, las ganas de vomitar se las dejamos a Grillo y encima también le tiramos tapitas, papeles, corchos, pelos. Todo muere ahí entre sus manos, con su silencio. Pobre Grillo, que hay que intentar saludarlo un poco más de tres veces para que responda, para que suba la cabeza hasta la mitad y uno se encuentre con sus ojos y no sepa qué hacer . Como siempre está en la bacha parece que la cabeza se le quedó colgando de frente al desague , ya no mira hacia adelante, como la gente, es Grillo.
No sé por qué le dicen Grillo, capaz que cuando chico se la pasaba saltando y tenía otra idea del futuro, allá lejos, contento, en los tiempos de su infancia en Santiago, con campo y familia. Ahora está en la bacha, siempre está ahí, fregando ollas, platos, vasijas, cualquier cosa. Hay un hueco que separa el salón de la cocina, ahí está Grillo, su silueta de costado, moviendo sólo las manos o sólo los dedos, parece lento, parece que inclusive no hace nada, que es mera presencia, pero lo mantiene todo al día. Por ese hueco nos sacan los platos con la comida lista, caliente, sabrosa y nosotros le devolvemos los platos por ahí mismo a Grillo cuando ya están consumidos y sucios; el mínimo pedazo de torta de chocolate, las últimas tres gotas de la gaseosa, las migas de pan, las ganas de vomitar se las dejamos a Grillo y encima también le tiramos tapitas, papeles, corchos, pelos. Todo muere ahí entre sus manos, con su silencio. Pobre Grillo, que hay que intentar saludarlo un poco más de tres veces para que responda, para que suba la cabeza hasta la mitad y uno se encuentre con sus ojos y no sepa qué hacer . Como siempre está en la bacha parece que la cabeza se le quedó colgando de frente al desague , ya no mira hacia adelante, como la gente, es Grillo.
Si supiera dibujar, dibujaría. Es una catarata. Es un invierno largo, de años largos, de congelamientos continuos. Así como pasó cuando yo estaba despierta y él era todavía una idea hasta que lo toqué y lo toqué y volví a tocarlo y estaba ahí, ahí estaba pegadito a mi cuerpo, desde el pecho, su pecho y un frío invernal afuera. Siempre se caga uno de frío, o hace uno que al otro le pase eso de pasar frío aunque no sea la intención, pero pasa.
La camisa primero, me quito casi siempre la camisa primero, cuando su voz me llama con la sensualidad que provoca, que produce, que encierra y que lleva por todas partes inscrita como una flor o como una idea que se aprovecha de los mejores momentos para explotarlos. Yo los momentos los guardé con delicadeza para no tener que preguntar a otro por algo que era tan mío y de más nadie, inclusive lo que vino después y todo lo vivido antes de antes, pero esa ocasión, en momentos como esos cuando es invadido el lugar más ausente, inclusive eso, imaginar que es capturado ese vuelo imaginario.
La camisa primero, me quito casi siempre la camisa primero, cuando su voz me llama con la sensualidad que provoca, que produce, que encierra y que lleva por todas partes inscrita como una flor o como una idea que se aprovecha de los mejores momentos para explotarlos. Yo los momentos los guardé con delicadeza para no tener que preguntar a otro por algo que era tan mío y de más nadie, inclusive lo que vino después y todo lo vivido antes de antes, pero esa ocasión, en momentos como esos cuando es invadido el lugar más ausente, inclusive eso, imaginar que es capturado ese vuelo imaginario.
Una casa grande, construida en madera, con árboles de naranja alrededor y montañitas, cerros, gallos, gallinas y pájaros, el cielo azul, dibujaría. Me metería debajo de la cama, ahí estás, esperándome, y llueve, nos besamos, y el lápiz sobre papel, sobre la cama, se moja y se destruye. Pero ese beso se prolonga, se intensifica, te trae hasta aquí, y me quito lento la falda, y te me quedas mirando desarmándome. Me entrego, vos, vos, vos. La música, los cueros, el paraíso. El gallo canta en la mañana y nos despierta, es primavera.