para perpetuar la clave
de cómo un cuerpo concluye otro,
de cómo el hombre, a fuerza de cicatrices,
se va haciendo bosque perfecto,
ciudad de cáscara,
selva de aire
Vanessa Droz
Hoy mientras hablaba con María
noté que una antigua
cicatriz que tengo desde niña
en mi dedo pulgar izquierdo
se enrojecía nuevamente.
He querido ignorarla
aunque cada vez la herida
retrocede en el tiempo
y parece haber ocurrido hace poco.
Tendría trece, catorce o quince
y me hice una herida con el filo
de una lata de reservas.
Algo tan nimio y mal sanado,
pensé. Hasta ha vuelto el ardor
de la piel regenerada y frágil.
Le dije a María lo que había ocurrido.
Ella abrió los ojos,
se puso la mano en la frente
y buscó en su cuerpo alguna cicatriz
de regreso a su infancia,
o una infancia de regreso en la cicatriz,
por si había sido el momento
de reconocer la herida común
en los caparazones,
por si era que al unísono dijimos
algo que nos regresó en el tiempo
como si la herida hubiera oído
y se hubiera quebrado de callar,
como si las cicatrices hubieran
dado el grito de guerra, despertad,
cicatrices del mundo, doled.
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